Saturday, June 16, 2007

EL FUTURO DE LA MASONERIA.

Hoy en día evocamos la perdida del sentido, el choque de civilizaciones o la desaparición de los valores supuestamente irreductibles. La cuestión ha sido el núcleo de las interrogantes de la filosofía del siglo XX. Desde fines del siglo XIX, Nietzsche identificaba la historia con el proceso de la pérdida del sentido, que él resumía como “la desvalorización de los valores supremos”. La “muerte de Dios”, según su pensamiento, comportaba la muerte del Hombre. Para Heidegger, esta perdida de sentido es el movimiento mediante el cual el Ser queda olvidado y se transforma totalmente en valor. Más allá de la diferencia de los enfoques de Nietzsche y Heidegger, otros filósofos como Vattimo, han observado una afinidad entre sus dos definiciones sobre la perdida de sentido, definido como “la reducción del ser a valor de intercambio”. Paradójicamente, esto sería así a causa de la decadencia de los “valores supremos”, esto es, la noción de valor se vería liberada en su vertiginosa potencialidad. Los valores podrían así desplegarse “en su verdadera naturaleza de convertibilidad”, en el “movimiento de generalización del valor de intercambio”.
A principios del siglo XXI, cuando los planes de reapropiación de los valores parecían haberse derrumbado, tanto si eran proyectos políticos revolucionarios de emancipación como apuestas por la reconstrucción filosófica, espiritual, ideológica o política, a tal punto que se habla de un movimiento poshumanístico; justo cuando eventos trágicos derriban nuestros puntos de referencia y desacreditan la hipótesis de un “fin de la Historia”; cuando las sociedades se movilizan en busca de nuevas éticas, nuestra orden masónica, no puede ahorrarse una reflexión prospectiva y filosófica que se empeñe en encontrar una respuesta a la pregunta: “¿Hacia dónde se dirigen los valores?”
Todavía para Voltaire, en el siglo de la Ilustración, no cabía ninguna duda: “sólo existe una moral, al igual que sólo existe una geometría”. Pero esta certidumbre universalista se ha ido desmoronando desde hace tiempo ante la denuncia de un origen totalmente humano de la moral. La sospecha de una relatividad histórica de los valores, tal como las diversas iniciativas de desmitificación que trataron de reducirlos a paquetes ideológicos disimulando mecanismos de poder, ha arrasado con la fe filosófica, religiosa o artística a un absoluto de lo verdadero, del bien, de lo bello. Esta crisis de los valores, que ha trastornado los dos últimos siglos, desembocando en múltiples incertidumbres. ¿El ocaso de los valores significa la ausencia de un fundamento trascendente que permita anclar valores eternos en un cielo inmutable, o recibirlos por fin de una revelación indudable? O bien, en un mundo marcado por el encuentro planetario entre culturas, ¿hay que prever antagonismos virulentos, choques violentos entre valores contrarios? ¿O acaso veremos hibridaciones inesperadas y novedosas entre sistemas de valores de orígenes y de orientaciones hoy en día extraños entre sí?
El siglo XX, ha puesto en tela de juicio nuestras certezas acerca de la sociedad, la historia y la humanidad. La crisis contemporánea de los valores ya no es sólo de los marcos morales tradicionales heredados de las grandes confesiones religiosas, sino también la de los valores laicos que les sucedieron, esto es, los de la ciencia, el progreso, la emancipación de los pueblos, los ideales solidarios y humanistas. La huella dejada en el siglo XX, parece de nuevo amenazar nuestro futuro. ¿No existe el riesgo de que el desarrollo de las técnicas, factor tan decisivo como imprevisible e incontrolable de cambio, pueda desembocar en una humanidad irreconocible, que unos cuantos ya han designado con el término desconcertante de poshumanidad? ¿Podrían los progresos de la revolución genética suscitar una forma de auto domesticación de la especie humana? En un universo de innovaciones y de rupturas radicales, ¿Cómo concebir la continuidad de una Historia y mantener la utopía deseable de una vida mejor para la mayoría? ¿Podemos conservar el objetivo de un proyecto universal masónico que sea compatible con la multiplicidad de las tradiciones y que se enriquezca de sus historias entrelazadas?
Hay quienes, como Valéry, han evidenciado que nuestra concepción masónica sobre los valores morales o estéticos tendía a acercarse, en un mundo dominado por la especulación, al modelo del valor bursátil. Sin embargo, ya no existe un patrón fijo de valores, de medida estable y absoluta, sino que todos los valores fluctúan en un amplio mercado. Sus cuotas suben y bajan según los entusiasmos, los pánicos y las más subjetivas apuestas. El valor “mente”, ya no es diferente del valor “trigo” u “oro”, y no deja de bajar… así, el fenómeno de la moda, que hasta ahora sólo se refería a ámbitos dominados por lo arbitrario y la conveniencia, como el vestir, invade toda nuestra concepción de los valores. Vivimos en lo efímero, la obsolescencia acelerada, el capricho subjetivo, como si los más sagrados valores, ahora sin fundamento, pudieran entrar en el gran mercado de los valores mobiliarios y fluctuar a su vez. Esta forma coyuntural, momentánea y especulativa de concebir los valores corresponde a un gran número de fenómenos éticos o estéticos del mundo contemporáneo. El papel de la información y de los medios de comunicación refuerza esta orientación, puesto que la lógica bursátil de los valores, al igual que la de la moda y la de las tendencias de corta duración, implica tener en cuenta múltiples “indicadores” momentáneos que deben atraparse al instante. La información instantánea sustituye así el sentido de la Historia y el reconocimiento de sus largas evoluciones ya ininteligibles.
¿Cómo podemos, en este todopoderoso contexto que parece favorecer la “frivolidad” de los valores, considerarlos masónicamente “serios”? ¿Cómo puede la cuestión central de la educación masónica encontrar su lugar en un mundo fluctuante, flexible, marcado por la influencia emocional e intelectual de imágenes efímeras? El siglo XXI podría verse abocado a una extraña contradicción: nunca se habrá dado tanto valor a lo efímero. Sin embargo, el surgimiento de sociedades del saber, que tienden a hacer de la educación para todos y a lo largo de la vida no sólo un simple sueño, sino un proyecto, parece prefigurar el desarrollo de un nuevo dispositivo de valores duraderos, a la vez serios, lúdicos y juveniles. Cuando se desvanecen las fronteras entre las tres edades de la vida parecen surgir nuevos valores, a la vez cognitivos y prospectivos. Se trata de unos valores menos heredados que inventados, menos reproducidos que creados, menos recibidos que trasmitidos.
¿Esto implica que nos dirigimos a crear estéticamente los valores? ¿La estética se habrá convertido en el estado supremo de la economía y de la ética? Hoy en día, el antagonismo entre el artista y el burgués, entre la estética y la economía política, se ha desvanecido. No sólo se reconoce plenamente y se glorifica al artista, sino que parece que ninguna época le ha dado tanta importancia y ha hecho de él el propio modelo de la actividad productora de sentido y novedad. La “creación” está por todas partes. Todos somos, o aspiramos a ser, “creadores”. Cada producción, empresa o acción se lleva a cabo con referencia a la creación artística. En la vida personal, en ausencia de marcos estables y eternos, todos nos vemos obligados a crear, aunque sólo sea nuestra propia existencia: hay que inventar un “estilos de vida” En la vida económica se reconoce la innovación como el propio motor del desarrollo. Las fuerzas del mercado sitúan en primer lugar las seducciones de la oferta, la multiplicidad infinita de deseos, que tan sólo un dinamismo incesante de creaciones atractivas puede alimentar. De este modo, esta estética generalizada no sólo afecta a la sociedad como espectáculo, sino al propio núcleo del principio ético y de la dinámica empresarial.
¿Podemos entonces pronosticar la creación de nuevos valores? Sin lugar a dudas, el siglo XX ha presenciado en varias partes del mundo un declive masivo de la adhesión a los dogmas religiosos tradicionales. Sin embargo, al mismo tiempo ha conocido una diversificación extraordinaria de búsquedas personales o comunitarias de tipo espiritual, de los cuales no escapa nuestra orden masónica. ¿Acaso estos surgimientos minoritarios conllevan valores fuertes que podrían ser esenciales para el porvenir y fuente de renacimiento? De otro lado, cuando la cohesión social se ha desvanecido ante el incremento de un individualismo cada vez más radical que destruye los vínculos heredados y las identidades establecidas, se observa un crecimiento sin precedentes de nuevas formas de asociación, de nuevos tipos de solidaridad. ¿Cuáles son los valores que crean estas redes inéditas de afinidad, alianza o comunicación, fomentadas por la innovación tecnológica? En un mundo cada vez más domesticado por los motivos de interés económico y los valores materialistas y narcisistas de consumo, hedonismo y satisfacción de corto plazo, ¿se puede acaso apreciar la aparición de valores alternativos que podrían definirse como “posmaterialistas”? El derrumbamiento de los marcos patriarcales, sean estos éticos, institucionales, culturales o metafísicos, está vinculado a esas preguntas; una fractura considerable que implica la licuefacción de los valores con graves consecuencias que todavía es difícil de medir plenamente, pero que desde luego influirá en todos los aspectos del siglo XXI y tal vez de la orden masónica.
Las preguntas que surgen en torno a los valores son el síntoma de la mutación profunda que nuestras sociedades experimentan bajo los efectos conjuntos de dos fenómenos de gran amplitud: la mundialización y las nuevas tecnologías. La mundialización, al contrario de lo que se escucha con demasiada frecuencia, no se puede reducir a la sola integración liberal de los mercados o al surgimiento de un pensamiento global. En realidad, la mundialización, como sentimiento de pertenecía al mundo, que viene de lejos, es multisecular. ¿No fue en el propio Imperio romano donde los filósofos imaginaron por primera vez el concepto de cosmopolitismo? La historia de la primera globalización, la de los exploradores, la de los grandes descubrimientos y la colonización, que vio prevalecer todo tipo de hegemonías y toda forma de dominación, no debe ocultar la existencia de una segunda globalización. Se trata de la globalización de las conciencias que, a través de diversos movimientos cívicos mundiales contemporáneos, con base en la idea de nuestra humanidad común y la visión prospectiva de una ciudadanía planetaria, ha sido un fenómeno tanto político, filosófico, espiritual como cultural. ¿Se puede decir, por lo tanto, que sería posible esta coexistencia armoniosa entre las culturas profetizadas por los defensores de la globalización pacificada y sin excesos? Debo subrayar aquí la persistencia de desigualdades considerables tanto en el nivel mundial como nacional. Hay que evocar también el papel de las nuevas tecnologías y de la “revolución de la información” en el acompañamiento de la mundialización. Resulta bastante probable que, aprovechando las actuales transformaciones, la desigualdad numérica, económica y social, sea más acentuada. ¿Conviene planificar, más que nunca, el modo de llegar a un reparto universal del conocimiento y a un auténtico intercambio entre culturas?
En esta perspectiva, la cuestión de la pluralidad de las culturas no puede limitarse al debate sobre los valores y al problema del relativismo. En los tiempos de la globalización y de las nuevas tecnologías el nuevo reto consiste en saber cómo preservar la diversidad cultural. Porque no se pueden subestimar las amenazas que pesan sobre la propia diversidad de las culturas. La cuestión del porvenir de los idiomas resulta claramente ilustrativa, se hablan entre cinco y siete mil idiomas actualmente. Esta cifra podría verse reducida a la mitad cuando termine el siglo que acaba de empezar. Además, la ausencia de un verdadero plurilingüismo en Internet no hace más que fomentar este fenómeno sobre los instrumentos adecuados para la preservación de la diversidad cultural, comprendemos que, en primer lugar, se impone un diagnóstico de los peligros.
A nuevos retos, nuevas respuestas. Esto demuestra que el nuevo mundo que se perfila ante nosotros nos impone volver a considerar totalmente los contratos sociales, pilares de nuestras sociedades. Las transformaciones globales que hemos descrito reclaman un proyecto de nuevos fundamentos políticos y sociales, que los masones debemos esbozar como parte de su labor libremente aceptada.
A manera de ensayo, propongo cuatro contratos sociales nuevos. Un nuevo contrato social basado en la educación para todos y a lo largo de la vida, un contrato natural, un contrato cultural y un contrato ético, en una sociedad global cuyos retos son planetarios. Sin la generalización de la educación para todos y a lo largo de la vida, ¿cómo podemos acabar con la ignorancia? ¿Cómo promover con eficacia los valores democráticos? ¿Cómo construir auténticas sociedades del conocimiento? Sin un contrato natural que deje de elevar al ser humano a “dueño y poseedor” de la naturaleza para convertirlo en su depositario, ¿cómo terminar con la explotación exagerada de los recursos presentes, que amenaza con dificultar irremediablemente las posibilidades de un desarrollo sostenible y, por lo tanto, las oportunidades de las generaciones futuras? Sin un contrato cultural, que no es lo menos difícil de llevar a cabo, ¿de qué recursos dispondremos contra el agotamiento de la diversidad cultural? Sin una nueva definición de las exigencias éticas subyacentes en el ideal de los derechos humanos, que permitan circunscribir el marco de la seguridad humana, ¿cómo podemos construir las bases de una democracia y de una ciudadanía planetaria? Esto demuestra la amplitud de la tarea que nos espera.
Para hacer realidad estos nuevos fundamentos, es preciso evaluar el interés del método prospectivo. Al respecto, Maquiavelo afirmaba que “todo príncipe prudente no sólo debe preocuparse de los desórdenes presentes, sino también de los futuros, … porque previniéndolos a tiempo pueden remediarse con facilidad, mientras que si se espera a que progresen, la medicina llega a deshora, pues la enfermedad se ha vuelto incurable” La Masonería es una institución con vocación prospectiva, que recurre a los mejores talentos del pensamiento, de la creación y de la vida para conseguir la alianza de la política y la sabiduría preventiva. Hoy en día sabemos que hasta la ciencia, a condición de su creatividad, tiene que someterse al principio de precaución. Resulta particularmente necesario cuestionar las consecuencias de la revolución genética, tanto en el campo de la ética como desde el punto de vista de las preferencias sociales y de las prácticas discriminatorias que no ha conseguido erradicar. Luego, ¿acaso no asistimos al retorno de viejos demonios y fantasmas con apariencia de fortuita auto domesticación de la especie humana?
Con tantas preguntas me arriesgo a ser víctima del vértigo y a determinar con demasiada prisa esta perdida de sentido que invoque inicialmente. Es cierto que el riesgo de pérdida de sentido es el horizonte recurrente de un cierto número de preguntas que se plantean. Basta con considerar la diversidad de las formas de psicopatologías contemporáneas para comprender que quizás nuestras sociedades actuales, tras haber perdido el tiempo, están a punto de perder también el alma. Es como si, en la época de la productividad a corto plazo, nos hubiéramos sometido al culto del estrés y a la tiranía de la urgencia y no de lo importante. Una especie de un pago muy alto por el “ideal de maximización del propio individuo, de chantaje al resultado, de realización incondicional del ser humano como programa” como lo dice Baudrillard.
Sin embargo, es posible que la pérdida de sentido no sea más que una ilusión: una ilusión de la melancolía. Es decir, que la pérdida de sentido sólo constituiría una respuesta parcial y triste a la pregunta ¿hacia donde se dirigen los valores? Sería mejor hablar de deslices de sentido y de creación de nuevos sentidos. Por lo que concluyo con una apuesta ¿y si el nuevo fundamento que deseamos tuviera que hacerse efectivo mediante el saber y la difusión de los conocimientos? ¿Y si fueran las sociedades del conocimiento las que sucedieran a las sociedades de los valores? Téngase en cuenta que el conocimiento no se puede reducir a la perplejidad y la producción de dudas, actitudes inherentes al rigor científico. El conocimiento también es creación, renovación, acompañamiento cognitivo del cambio. En cuyo caso, la Masonería no podría proponerse un objetivo mejor que el de enseñar el camino hacia esta nueva ética. Hermanos, pongo a vuestra consideración este ensayo sobre el futuro de nuestra Augusta Orden Masónica.

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