Saturday, June 16, 2007

VALOR DE LA FIDELIDAD EN MASONERIA.

En general, es frecuente que se suponga que la fidelidad es una lealtad que el jerárquicamente inferior les debe a sus superiores. De hecho, puede ser eso también, pero de ningún modo es solamente eso. La fidelidad no es sólo un compromiso de los dirigidos, también es un deber de los dirigentes. Obliga al conducido a cumplir fielmente las directivas del conductor pero, exactamente por el mismo principio, obliga al conducto a compartir el destino de las personas a las que conduce haciéndose personalmente responsable de las decisiones que ha tomado y por las directivas que ha hecho cumplir.
Así, también la fidelidad es una avenida de doble vía, es muy cierto que el jefe, el patrón, el gerente, el superior responsable en suma, puede y debe exigir fidelidad de parte de sus subordinados, empleados o colaboradores. Pero no es menos cierto que sólo puede y debe hacerlo si él también sabe ser fiel con quines conduce y frente a quienes tiene asumida la responsabilidad de dirigir.
Por otra parte, la fidelidad es también la hermana de la lealtad. En términos más amplios, la fidelidad es una práctica constante de la lealtad. Decimos de una persona que es fiel cuando es constantemente leal; cuando ha llegado a hacer de la lealtad todo un estilo de vida. La diferencia reside en que la lealtad es una actitud que nace del sentido del honor mientras que la fidelidad es un comportamiento acorde con la actitud de ser leal. En otras palabras, la lealtad es un imperativo ético, la fidelidad es el valor moral correspondiente. Una persona de honor es leal por principio y fiel a sus responsabilidades morales asumidas por deber.
La otra gran diferencia es que, mientras la lealtad es un lazo y un compromiso entre personas, la fidelidad es un vínculo que puede establecerse entre personas pero también puede darse entre una persona y una idea, una religión, un código moral, una promesa dada, así como con instituciones; por ejemplo, la nación, el Estado, la comunidad. Por eso, quienes viven de acuerdo a los preceptos de una iglesia se los llaman fieles de esa iglesia y constituyen su feligresía. Y por eso también, de una persona que se mantiene firme a sus códigos, se dice que es fiel a sus convicciones.
En el ámbito de una familia, la fidelidad implica sostener y mantener las promesas dadas al fundarla. Muchas personas creen que esto se limita a restringir la sexualidad a las dos personas que han contraído matrimonio.
Si bien hay muy buenos argumentos para sostener que la monogamia basada en la fidelidad sexual presenta varias ventajas prácticas, en una familia la exclusividad sexual no es ni el principal ni el único factor que sostiene y mantiene al núcleo humano constituido por padres e hijos. No obstante, para entender eso en profundidad, lo primero que hay que hay que aclarar es que pareja, matrimonio y familia no son términos intercambiables. Esas palabras no significan lo mismo. Los conceptos que representan no son iguales ni equivalentes.
Una pareja es sencillamente la unión o coincidencia de dos personas. Dos seres humanos que deciden vivir juntos se aparean y, por consiguiente, forman una pareja. En este sentido, el ser humano no se diferencia de los demás seres que también se aparean, algunos ocasionalmente, otros hasta que se desarrolla la cría, concediéndose incluso especies que forman parejas monogamias permanentes. Sin embargo, la monogamia animal no es tan estricta como muchos románticamente llegan a creer. Estudios genéticos mediante el análisis de ADN demuestran que en varios casos (se habla de más de un 30%) la cría de parejas de animales reputados de monógamos demostró proceder de un padre distinto al que las cuidaba desde el nacimiento. (1)
Lo que sucede es que el matrimonio humano es mucho más que una pareja. Es la unión de dos seres que se han hecho promesas mutuas. Promesas en las cuales cada uno debería poder confiar. Dadas estas promesas, cada uno ha comprometido su deber en toda una serie de obligaciones que pueden variar de una cultura a otra, de una comunidad a otra, o de una consagración a otra, y que pueden incluir, o no, una exclusividad sexual pero que, en todo caso, van mucho más allá de lo sexual. Es un tremendo error creer que aquellas religiones que admiten la poligamia, como el Islam, eximen de toda responsabilidad al hombre que tiene varias mujeres.
En el matrimonio, los cónyuges se prometen ayuda mutua, asistencia mutua, cuidados mutuos. Aparte por su puesto del amor, el matrimonio como institución está fundado sobre promesas de protección, de comprensión, de tolerancia, de buena voluntad. La verdadera infidelidad en el matrimonio es el incumplimiento de alguna o varias de estas promesas. Consiste en fallarle a la otra persona y, por eso, esencialmente, es un acto de deslealtad. Incumplir la promesa dada, faltar a la palabra empeñada, es lo que en realidad constituye eso que llamamos generalmente infidelidad. Y será tanto más grave mientras más sagrada haya sido la promesa; es decir, mientras más confianza un persona haya podido depositar en la palabra dada por el carácter consagrado que tuvieron los compromisos matrimoniales asumidos.
Y sin embargo, aún con toda su importancia y aún con el carácter sacramental que posee, el matrimonio todavía no equivale a una familia. Porque una familia es un matrimonio con hijos. Con lo cual, lo primero que sucede es que los deberes y las obligaciones aumentan y se multiplican. Con los hijos se asume el deber de alimentarlos, cuidarlos, protegerlos, educarlos, criarlos, orientarlos, y ayudarlos a desarrollarse armoniosamente. Y la enumeración está a años luz de ser exhaustiva. El matrimonio, cuando se convierte en familia, deja de ser un compromiso entre dos para convertirse en un compromiso entre varios.
Para ponerlo de algún modo: a las parejas les basta una habitación; a los matrimonios les alcanza una vivienda. Las familias necesitan un hogar.
En la construcción y el mantenimiento de ese hogar hay todo un cúmulo de compromisos, cuyo cumplimiento sólo es posible entre personas esencialmente leales y que, por ser leales, y también saben ser fieles a esos compromisos.
Pasando a otro tema y en otro orden de cosas, con todo lo que llevamos dicho no es muy difícil ver que la lealtad es el fundamento más sólido de eso que genéricamente hablado, llamamos confianza. Si bien puede haber, y de hecho los hay, varios otros factores que también generan confianza, probablemente la lealtad es el sustrato básico sobre el que todos ellos descansan de algún modo u otro.
La confianza, que los anglosajones llaman trust, es un elemento indispensable para todo organismo social, incluso más allá de la existencia o ausencia de un coherente y exhaustivo sistema de códigos, leyes o landmarks. Al respeto Francis Fukuyama, digno representante del sistema socio económico profano que dirige a la humanidad actualmente, admite que: “la confianza es la expectativa que surge dentro de una comunidad de comportamiento normal, honesto y cooperativo, basada en normas comunes, compartidas por todos los miembros de la comunidad…. El capital social es la capacidad que nace a partir del predomino de la confianza en una sociedad o en determinados sectores de ésta… exige la habituación a las normas morales de una comunidad, y dentro de este contexto, la adquisición de virtudes como lealtad, honestidad y confiabilidad” (2)
Lo concreto es que los operadores económicos actuales se han dado cuenta y han tenido que terminar admitiendo que las leyes escritas y los contratos firmados no sirven de gran cosa, especialmente en un mundo expuesto a grandes cambios y a crisis más o menos severas. Y esto es así porque lo taxativo tiene muy serios límites. La casuística está, en última instancia, basada en nuestra experiencia de lo ya ocurrido y en nuestra capacidad para prever los casos que pueden llegar a ocurrir. Y en esto lo último no somos precisamente muy hábiles ni muy efectivos; por decirlo menos.
Los hechos concretos demuestran que, tarde o temprano, la realidad siempre excede o desmiente nuestros más cuidadosos cálculos y previsiones. La realidad siempre nos supera. No importa lo minucioso o detallado que sea el contrato o acuerdo; a lo largo del tiempo, y en el mundo actual, a veces es sorprendentemente poco tiempo, los hechos reales pueden convertirlo en inaplicable con extrema facilidad. Entre otras cosas, por ello es también que Platón afirmaba que la mejor república no es aquella que tiene muchas leyes sino aquella que funciona razonablemente bien con muy pocas. Porque si cada comportamiento esperado tiene que ser escrito, descrito y refrendado con toda minuciosidad, algo realmente tiene que estar muy mal con los seres humanos de quienes se espera dicho comportamiento. En la enorme mayoría de los casos, si una persona no se comporta de determinada manera por propia iniciativa, no sirve de gran cosa el escribir una ley para que lo haga. Quizás sea necesario escribirla igual. Pero no cometamos el error de esperar gran cosa de ella.
Porque, parafraseando a Arndt, lo que el honor, la verdad y la lealtad no amparan, no lo protegerá tampoco ninguna ley, ni ningún contrato.
De allí que la primera parte del signo de Segundo grado de la masonería simbólica representa la fidelidad para los anglosajones (3) y con ello, implícitamente, ellos demuestran que valoran la virtud de la lealtad, permitiendo que la confianza reine tanto en logia de segundo grado como en el mundo profano.
Para terminar esta introductoria motivación permítanme presentar algunas frases alusivas al tema que he convocado:

El amor que ata, está mal atado.
Y lo que la lealtad no ampara.
No lo protege tampoco ningún juramento.
Ernst M. Arndt.

Lealtad y verdad guardan al rey,
Y por la justicia sostiene su trono
Proverbios 20: 28

La lealtad de los perros no nos sorprendería tanto
Si la de los hombres fuese más frecuente.
Sigmund Graf

Notas bibliográficas.

1. Barash, David. The myth of monogamy. Editorial Freeman. 2001.
2. Fukuyama, Francis. Confianza Editorial Atlántida, Buenos Aires 1996 págs. 45-46.
3. Rito de Emulación para Logia de Segundo Grado de la Gran Logia Unida de Inglaterra.

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